Stonewall Inn. Con motivo de los 30 años sin que la homosexualidad sea una enfermedad

Tenemos una deuda de lucha con la comunidad trans, desde los disturbios de Stonewall Inn, en cuanto a la diversidad sexual entendida como enfermedad.

 

La lucha por el reconocimiento de los derechos humanos en la comunidad LGBT+, así como el activismo en contra de las discriminaciones y violencias hacia la misma, no inició con un grupo de hombres blancos hiperatractivos y de marcada musculatura en sus apretadas prendas de diseñador. Los gritos, las protestas y los enfrentamientos con la policía no iniciaron con esa estética asimilacionista que tanto ha exigido la cultura heterosexual de «lo gay». Tampoco partieron de los privilegios que puede tener una figura masculina a la cabeza de una movilización; la verdadera contienda por la liberación de la diversidad sexual nació en los brazos de la disidencia, la contra-norma, la visibilidad racializada, el comportamiento inconforme, la prostitución y la subcultura: el sector trans de los 70.

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Sylvia Rivera y Marsha P. Johnson fueron y serán nombres clave en este proceso; volveremos a ellas después de aclarar un par de puntos. Primero, entendamos que la contienda por la libertad y la franca representación de la comunidad no sólo se dio en términos de una discursiva del orgullo simple –me jacto de ser quien soy–, sino que surgió como estrategia de oposición a la idea de que las personas no-heterosexuales padecen una condición patológica, anormal, amoral y perversa. Fue, en realidad, la declaración: no estoy enfermo por ser quien soy.

Se enunciaba, sí, el orgullo de gozar una existencia tan humana como cualquier otra, pero sobre todo se buscaba la emancipación que ésta, marginada y satanizada, padecía frente a una sociedad gobernada por la clínica más hetero-patriarcal que pudiésemos imaginar: la del siglo XX, tan heredada de la época victoriana. Durante los años 60, sobre todo, la homosexualidad y cualquier otra manifestación de diversidad en el ámbito sexual eran consideradas un trastorno mental por la Asociación Americana de Psiquiatría, pero ¿cuál fue su antecedente y lo que trajo para la actualidad?

La noche del disturbio

 

Fue el 28 de junio de 1969 cuando en un bar de pasado clandestino y turbia fama –como casi todos los espacios donde la verdadera revolución se concibe– conocido como Stonewall Inn, en el número 53 de Christopher Street, en el Greenwich Village de New York, se llevó a cabo una usual redada policiaca en contra de la comunidad LGBT+ que devino en la génesis del movimiento activista de este mismo grupo. El cuerpo de «seguridad pública» solía ir a este antro para hostigar a sus asistentes, pidiendo cartillas, revisando identidades y genitales para arrestarlos por vestir de manera «femenina» (para evitar el levantamiento se necesitaban en el vestido 3 prendas por lo menos que «correspondieran» a su género biológico) e identificando a prostitutas. Esa noche, alrededor de la una de la madrugada, fue que ya no se permitiría más; el cansancio y la denigración habían llegado muy lejos. La comunidad no estaba dispuesta a seguir soportando.

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Entre 1950 y 1960 eran pocos los establecimientos que aceptaban a personas abiertamente homosexuales, a transgéneros e individuos en situación de calle. Justo el Stonewall Inn era donde todos ellos eran bien recibidos y se organizaba una verdadera fiesta de cobijo y diversión. Nadie atentaría más en contra de uno de los pocos espacios seguros que se tenían en aquel entonces. Cuentan que cuatro policías entraron al bar por la puerta principal, frenaron la música, cerraron las puertas y pidieron refuerzos usando el teléfono del establecimiento, tras haberse enfrentado por vez primera en la historia a un grupo de homosexuales que se defendía de un ataque injustificado y homófobo, negándose a presentar sus identificaciones y a demostrar su sexo.

Mientras trabajadores y clientes del bar eran arrestados –como de costumbre– afuera se armaba la revolución. Por cerca de 45 minutos, el intento policiaco de incendiar el bar y el arresto de 13 personas, así como la hospitalización de muchas otras, no frenó lo que estaba por llegar: el levantamiento del Poder y el Orgullo Gay. ¿Sus principales autoras? ¿Las madrinas del movimiento?

Sylvia Rivera y Marsha P. Johnson

 

Ellas, una mujer trans de ascendencia portorriqueña y una drag queen de New Jersey, fueron la punta de lanza para la movilización y la futura despatologización de la diversidad. «En el relato oficial, Stonewall ha pasado como una revuelta masculina, gay y blanca. Sin embargo, muchas de las que participaron eran como Marsha y Sylvia, trans, racializadas, negras e hispanas», explica la investigadora en raza, género y sexualidades, Esther Mayoko Ortega, en el libro Stonewall: El Origen de una revuelta de Martin Duberman.

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Sylvia y Marsha participaron en las manifestaciones del Orgullo Gay que comenzaron a celebrarse a partir de 1970, un año después del famoso disturbio, y nunca perdieron de vista la radicalidad necesaria para generar un verdadero cambio. Jamás se detuvieron siquiera un segundo a pensar que la batalla estaba ganada y que debían someterse a las normas de la sociedad: ser los gays, las lesbianas y los trans que la heterosexualidad demandaba. No pararían hasta ser respetadas y que nadie del grupo fuera juzgado enfermo.

Hacia el 73

 

La presión por los grupos en New York, el activismo esparcido a lo largo de todo Estados Unidos, el hartazgo conjugado de una comunidad rechazada por tanto tiempo y la aceptación paulatina de una población cada vez menos obtusa, lograron que en 1973 la Asociación Americana de Psiquiatría eliminara la homosexualidad del Manual de Diagnóstico de los trastornos mentales y apoyara el rechazo a toda legislación discriminatoria contra gays y lesbianas en el país, tras una exhaustiva revisión histórica e investigación científica que abalaran el sinsentido hasta entonces perpetuado.

En la marcha del Orgullo Gay de 1973, Sylvia irrumpió en el escenario entre abucheos para aferrarse al micrófono y dar uno de los discursos más importantes del suceso post Stonewall Inn. Sus palabras, que han pasado a la historia pero deberían escucharse con mayor atención, revelan un hecho silenciado: se logró la eliminación de la homosexualidad dentro del catálogo de enfermedades mentales en Norteamérica, pero se dejó de lado a la comunidad trans y a la cultura drag, que tanto aportó y peleó por un bien común.

¿Así se pagaba a las mujeres que se entregaron a la lucha e iniciaron la revuelta?

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Hacia hoy

 

No fue hasta el 17 de mayo de 1990 que la Organización Mundial de la Salud (OMS) retiró la homosexualidad de su lista de enfermedades mentales. Casi dos décadas después de la batalla iniciada. Sin embargo, esto no impidió que se practicaran aún «terapias de conversión» a gays, lesbianas y demás integrantes de la comunidad, incluso a la fecha, y que las personas trans siguieran siendo tratadas bajo el mote de un trastorno mental hasta el pasado 2018. 27 años después del asesinato de Marsha P. Johnson –claramente un crimen de odio que la policia neoyorquina no intentó develar– y 17 después de que Sylvia Rivera muriera a causa de cáncer. Dos seres humanos que dedicaron su vida y arte al libre ejercicio de la diversidad sexual, y que la misma comunidad lésbico-gay abandonó con tal de incrustarse en lo que Sylvia llamaba un club blanco y clasemediero.

Ninguna fue capaz de beneficiarse o gozar de este logro que, de hecho, no es del todo una ganancia. Este avance clínico de impactos legislativos favoreció, medianamente, a hombres y mujeres gay, pero no frenó la patologización ni la hostilidad para toda la comunidad. En 2018, la OMS no eliminó a la transexualidad ni a los transgénero de su lista de enfermedades: sólo los cambio de epígrafe.

Es decir, pasó de formar parte del capítulo dedicado a «trastornos de la personalidad y el comportamiento» –en el subcapítulo «trastornos de la identidad de género»– a la lista de «condiciones relativas a la salud sexual» y llamarse a la condición «incongruencia de género». Un asunto delicado, pues es evidente que en muchos países sólo se cubre con las políticas públicas aquello mencionado en la clasificación, y entonces se decidió colocarlo en un lugar menos «estigmatizante», según la OMS; no obstante, esto ha abierto una polémica encarnizada sobre los verdaderos progresos de la comunidad y su solidaridad interna.

Y ahora…

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Sí. Todo muy bien, todo muy fuera de la enfermedad, pero para las personas homosexuales. ¿Y las mujeres y hombres trans? ¿Ésta es la revolución que queremos? Sabemos perfectamente que la movilización no sólo debe darse en los términos de la medicina, sino de la cultura y las leyes; que el genuino cambio está en nuestras acciones y que las instituciones sólo son necesarias para validar en lo político-gubernamental. ¡Y esta mejora por supuesto que es plausible! Pero no olvidemos a la gente trans y no perdamos de perspectiva que fue de entre ella que surgieron las madres del movimiento LGBT+. Hay una deuda histórica de lucha constante y terrenos sin conquistar.

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