Con la introducción de tecnologías que modifican la transmisión de saberes, los profesores y las escuelas no quedan siempre en terreno terso. Específicamente, aquellos que se dedican a la Filosofía. Desde la aparición del libro, la televisión y otras herramientas tecnológicas, puede ejemplificarse esta constante alteración un sinfín de ocasiones. Misma que, sobra decir, siempre tiene un dejo de resistencia o malestar entre los maestros, puesto que la primera, la tecnología –que hoy podemos llamar digitalización–, queda superiormente jerarquizada frente a los quehaceres humanistas.
Además, esa tecnología digital cuenta con la mayor de las fuerzas en la disposición histórica contemporánea, fungiendo como centro de nuestras actividades diarias. Y si a ello sumamos la continua exigencia porque los profesores usen las TIC en sus clases o diversifiquen sus metodologías en sentido electrónico, pareciera que existe una disputa sin cansancio por la enseñanza entre personajes del cuerpo social y los dispositivos o redes que en la digitalidad se inauguran.
Ante tal realidad ineludible, de que la Filosofía no tiene más ese lugar privilegiado en la sociedad o primario en la enseñanza de los ciudadanos, pero que a su vez tiene que garantizar su supervivencia y demostrar su pertinencia, ¿qué hacer con este choque? ¿Cómo adaptarse a este momento y hacia dónde mover sus prácticas o reflexiones para enseñanza y divulgación?
La cuestión podría parecer tan obvia como trasladarse hacia los horizontes de lo digital y comenzar a hablar en el lenguaje imperante de nuestros tiempos. Darse en el marco de las redes sociales y difundirse a través de las plataformas electrónicas que hoy gobiernan lo cotidiano. Pero eso es un lugar común cuyos resultados pronto se han demostrado precarios.
El diálogo con las tecnologías, la más de las veces, queda roto gracias a su jerga especializada y críptica, o al escueto análisis de sus posibilidades o modelos. Así como por la prácticamente nula implementación de espacios o estrategias propicias por parte de las instituciones, y la nublada advertencia de sus alcances entre profesores y alumnos.
Al respecto, los alumnos creen que las tecnologías no son necesarias en todas las asignaturas o son difíciles de compaginar con sus estudios humanistas. Que lo más importante en sus aprendizajes es el profesor y que éste les motive, que se continúe con los estratagemas tradicionales. Punto a favor para la plantilla docente. Sin embargo, esto sucede puesto que al estudiantado no le gusta que sus maestros manejen medios tecnológicos si no saben hacerlo, y porque consideran que el uso del móvil en el aula a menudo les distrae de su propósito inicial: tomar clases.
En este entendido, la resistencia o la pobre identificación de las posibilidades digitales hace que tanto profesorado como estudiantes, cuando se les pregunta por innovación tecnológica en la escuela, señalen aspectos como el uso de ordenadores y proyectores en las aulas, o softwares como Prezi y Drive. Es decir, no se entiende el verdadero significado de ella y se omiten alternativas de la verdadera transformación educativa en sentido digital como el mobile learning, el e-learning y el blended learning.
La reticencia de los agentes educativos se acompaña entonces de una mala estrategización de las instituciones de enseñanza, que no implementan adecuados planes o programas que vayan más allá de sitios web, perfiles en redes sociales o live streamings. Lo cual deviene también en ramplonas tácticas u organizaciones en grupos de whatsapp para exponer dudas e intercambiar información. Dejando de lado que la digitalidad no es una herramienta más o un posible apoyo, sino el soporte primordial de la educación contemporánea o el estado total de la formación humana actual.
Alumnos, catedráticos e instituciones poco ahondamos en las características intrínsecas de lo digital, como su condición de ubicuidad y de funcionalidades complejas: la geolocalización, la realidad virtual, la realidad aumentada, la gamificación en sitios universitarios, la capacidad de registro y lectura de datos, análisis de usuarios web, entre otras. Aspectos que bien podrían ser aprovechados o estudiados desde la Filosofía para su enseñanza.
¿Por qué? Seamos conscientes de que hoy los alumnos están (o estamos) atravesados por diversas digitalidades y eventos electrónicos de mayor relevancia popular que la Filosofía. Nos encontramos bombardeados por muchísima información, conectividades que rayan en el ocio extremo y soportes audiovisuales que resultan mucho más «atractivos» o vinculados con la realidad que vivimos. Por ello, es viable pensar que las digitalidades no son sólo un recurso para dar clase en el aula, sino que éstas son la nueva plataforma donde el pensamiento se expresa y se comparte. Uno de tantos, pero por lo mismo: nada desdeñables junto a todas sus alternativas.
La lucha no es entonces entre Filosofía y tecnologías o medios digitales, sino justo en el entendimiento que tenemos de todas ellas y cómo es que les trabajamos para la enseñanza y divulgación del pensamiento filosófico. Es decir, cómo sumamos nuestra disciplina humanista a la digitalidad y propiciamos un diálogo que resulte en nuevas problematizaciones o vinculaciones. En resultados por parte del alumnado que involucren un nuevo ciclo de aprendizaje para la Filosofía, devenido en productos audiovisuales, bases de datos, programas de vinculación cultural, manuales para la re-generación de políticas públicas, red de comunicación para consejos de ética hospitalaria, y otros. Mismos que permitan acercamientos diversos a la Filosofía y hagan evidente la injerencia de ésta en el día a día.