La pregunta por los beneficios de una guerra y el cuestionamiento a sus formas y ganancias jamás abandonan la mente mientras vemos 1917.
Quienes aman la polémica (casi como un deporte) podrían decir en este momento que las guerras reactivan economías y desarrollan tecnología. Que re-equilibran las relaciones internacionales o sociales. Pero eso es sólo tomar un cascarón sin contenido. Es perder de vista lo verdaderamente humano; eso que debería ser primordial. Y 1917 de Sam Mendes es un ejercicio visual que nos lleva por esa reflexión de los motivos y las presiones que se ejercen sobre la mente y el cuerpo de quien es arrojado al campo de batalla.
Así, 1917 no se parece en lo absoluto a mucho del cine bélico que conocemos. Aunque guarda relación con algunos títulos y cierto tipo de producciones, su abordaje se dirige bastante más allá de una película anti-guerra —lo cual es de por sí plausible—. Va directo al sendero de las emociones y el análisis, a partir de gestos o acciones sutiles, pero que nos recuerdan lo que tenemos al frente: seres humanos. Hombres vulnerables en un contexto de razones cortas. Jóvenes que se agotan entre paradojas, órdenes militares, sentimientos, formas de entender el mundo, estéticas catastróficas y planteamientos morales.
Y en ese panorama, 1917 está hecha notoriamente para nuestra generación y las siguientes. Para este mundo actual, en donde existe aún la semilla belicosa y las intenciones de dominación total, contrastadas con los valores propagados principalmente por una comunidad millennial —sedimentada en la equidad, el respeto y la cultura del Todos—. Con una nueva ola de personas que se niega, en su mayoría, a causar estragos para el otro y que replantea la manera en que hacemos sociedad y política.
Con las tensiones de un ciudadano contemporáneo, los personajes de 1917 nos muestran ese forcejeo entre el intelecto y el salvajismo de los hombres —inermes de distintas maneras— en el ejercicio de la guerra.
1917 no es sólo una proeza técnica
La trama no es como tal profunda. Hay un par de héroes pre-construidos, un gran problema a resolver, un viaje odiseico y un desenlance virtuoso. Pero eso no quiere decir que su propuesta pierda riqueza. O que carezca de complejidad. Tampoco que el poder de la película recaiga sencillamente en su magistral fotografía y una dirección impresionante. Eso, además de reduccionista, ya es cansado de repetir en cada revisión de esta cinta.
Si el Punto de Vista en 1917 se solucionó de manera tal que pareciera un solo enorme plano secuencia, situándonos a los espectadores como partícipes de la narración, no fue un mero capricho de estilo o de técnica excelsa. Sino para ser testigos de los pequeños detalles y empatizar tanto en la toma de decisiones como en las consecuencias trágicas de cada una. Para llevarnos al extremo del «¿para qué?» y «¿qué haría yo?».
Dos cabos —retratados desde la juventud en peligro— son enviados a notificar una trampa que puso el ejército alemán a sus compatriotas británicos. Su tarea: cruzar la Tierra de Nadie, encontrar al Capitán que pueda frenar esta caída en la emboscada, salvar al hermano de uno de ellos —al frente de los batallones— y cumplir con un deber tejido por el nacionalismo, la desesperación y el hambre de parar los conflictos. Volver a casa, en fin.
La memoria
Los elementos como tal, entonces, pueden ser simples. Pero lo que estos desatan es bastante más profundo. Para empezar, este proyecto es uno de los más personales desarrollados por Sam Mendes. 1917 es resultado de las anécdotas que su abuelo compartió con él y Krysty Wilson-Cairns, guionista, sobre sus días en la 1ª Guerra Mundial. Por ello, la película, aparte de ser una especie de homenaje al abuelo de Mendes, deviene en un juego narrativo de memorias occidentales. Mismo que se aborda desde flancos que no glorifican ni ensalzan a la guerra, sino que cuestionan lo que desde él suele hacerse: crear historia, nación e identidad.
Palabras que se ponen en duda al adentrarnos, como 1917 lo permite, en trincheras y campos de batalla. Que pueden modificarse o incluso desmoronarse para deconstruir la memoria colectiva que hemos construido de las guerras globales y crear nuevos marcos sociales con base en reformulados rostros del pasado. Es decir, para renunciar a la violencia heredada y cambiar el «espíritu del pueblo» —o «del grupo»— por el «del humano». Para cambiar esas actividades actuales que, de acuerdo con Durkheim y Hallwachs, diseñamos a partir de las memorias que se comparten.
Así, la memoria es seminal en el 1917 de Mendes; no para honrar el pasado, sino para advertir que no debió ser así. Que en el presente somos responsables de volvernos a preguntar la pertinencia de cualquier conflicto bélico. Sobre la oportunidad que tenemos de ser humanos, por encima de cualquier diferencia.
La pugna moral
Es justo en las escenas más discretas o inesperadas de la película donde se invita a la reflexión moral. Otro de los grandes atinos en 1917. Y de hecho, uno de estos planteamientos, al alejarse lo suficiente del contexto bélico, es causante de volver drásticamente al sendero de la destrucción y de uno de los giros más dramáticos en la historia. De poner con brutalidad sobre la pantalla el dolor y la esperanza del pensamiento humano encarando el sinsentido de la guerra.
Asimismo, los cabildeos del deber ser y del bien y del mal se hacen presentes en los gestos mínimos, pero poderosos, de la amistad entre los protagonistas. Del compromiso por seguir adelante y cuidar del otro, esperando que todo acabe tan rápido como sea posible. Sin ser herido ni buscando herir. Sobreviviendo. Con la consciencia de que, allí, cualquier condecoración es un trozo de metal y existe algo más importante que eso.
Construcción de los personajes
Si se le ha reclamado a Sam Mendes sobre la poca evolución que tienen sus protagonistas en 1917 es porque inmediatamente le queremos comparar con su historia bélica de 2005: Jarhead (Soldado Anónimo) –la cual es una joya y presume un Jake Gyllenhall magistral—… pero con la que definitivamente hay una gran diferencia.
Aquella cinta es un retrato psicológico y antropológico —con una buena dosis ontológica por allí— de un hombre norteamericano en el desierto iraquí. Mostrándonos sus profundidades. Confesándonos sus miedos durante la Guerra del Golfo.
1917, por el contrario, es bastante silenciosa —en cuanto a diálogos— y nos deja la tarea de buscar las respuestas pertinentes de la trama en su fotografía. Aunque tampoco podemos omitir que el gesto de los actores protagónicos es poderosísimo; especialmente, el de George MacKay.
No obstante, 1917 nos aporta una buena tanda de simbolismos que no nos abandona en el desarrollo de toda la película. Entre estos, algunos homéricos. Otros que hacen referencia a las segundas oportunidades, al renacimiento, al claro de bosque y la luz del pensamiento, así como a la unión de la amistad o el amor fraternal.
Características generales de 1917
El equipo de Sam Mendes para 1917 es una colección de nombres que hicieron grandiosamente su trabajo. Si bien la película adquirió mucha más notoriedad después de ganar un Golden Globe por Mejor Película, y pareciera que ahora todo se dirige a que nos guste sí o sí, podemos asegurar que es el resultado de un trabajo cuidado y guiado por la excelencia. Roger Deakins (Blade Runner 2049) en la Fotografía, Thomas Newman (The Help) en la Música –que nos da un respiro y otra alternativa a Hans Zimmer– y Krysty Wilson-Cairns en el guion.
1917 es una experiencia inmersiva que nos lleva por el camino de la redención y el juicio absoluto a las maquinarias de la guerra.