Hoy es bastante notorio que muchas familias nucleares, millennials y mexicanas se integran por dos humanos y uno o varios perros. Mismos que, según algunas personas, son tratados como hijos por dejarlos dormir en la cama, comprarles ropa, traerlos de aquí para allá e, incluso, gastar más dinero en el veterinario que en la propia salud humana. Porque «uno como sea…»
Hay todo tipo de quejas sobre el actual cuidado que se le da a los perros. Para algunos, es una dinámica enfermiza, porque limita la satisfacción de sus instintos y su libertad. Para otros, una moda, una falta de madurez ligada a no querer comprometerse con un bebé humano. Y para los menos entusiastas de los perritos, es darle demasiada atención a unos seres parasitarios que no retribuyen en nada.
Lo cierto es que una parte fundamental de la domesticación de estos simpáticos animalitos fue su cercanía con el ser humano desde hace miles de años. No podemos invisibilizar el hecho de que, a lo largo de muchas generaciones, gran parte de las familias mexicanas ha tenido perros como mascota. Y de que muchas de ellas los consideran miembros importantes de la familia.
Sí: los perros y los humanos somos de distintas especies, pero no podemos negar que el fuerte lazo entre hombres y canes no es una moda de nuestros tiempos. Ha estado presente a lo largo de milenios en todo el mundo; no sólo como una relación simbiótica, sino también afectiva. Podemos inferir que el espacio doméstico ha sido compartido entre ambas especies desde tiempos remotos.
Al menos para el caso de México, la evidencia arqueológica indica que se les ha amado desde hace siglos. Y no, no sólo eran perros pelones aquellos que habitaron estos lares antes de la llegada de los españoles.
¿De dónde vinieron los perros a México?
Como es sabido, los perros y lobos comparten un origen genético, pero los Canis lupus familiaris, (el nombre científico para nuestros amados Firulais) tomaron su propio camino desde hace más de 30,000 años, y sus restos aparecen vinculados a la actividad humana por lo menos desde hace 12,000. A nuestro continente pudieron haber arribado en esos tiempos, como parte de las bandas de cazadores-recolectores. Igual que todas las especies provenientes del Viejo Mundo, los canes se dispersaron de norte a sur por el continente y se adaptaron a las condiciones del entorno. Algunos se quedaron en México y otros siguieron su camino hasta Sudamérica.
En la tradición cerámica prehispánica del Occidente mesoamericano, abundan las representaciones de perros. Nuestros favoritos, los perritos danzantes. Y aunque —como es costumbre en arqueología— se ha enfatizado su papel ritual, hay piezas procedentes de Jalisco y de Tlatilco (cerca de la actual CDMX) que muestran escenas vinculadas a la relación entre las personas y los cánidos. Morimos de ternura al ver aquellas en las que el perro besa la cara de la mujer representada o en las que se modelaron mujeres que cargan pequeños perros.
Difícilmente supondremos, después de ver dichas escenas en cerámica, que los habitantes mesoamericanos no amaban a los perros y viceversa. Por si faltara evidencia, hay restos óseos que contribuyen a corroborarlo. En Tula, arqueólogos encontraron enterrados a 27 perros que vivieron por ahí del siglo VII de nuestra era. Todos vinculados a entierros de personas, probablemente provenientes de Occidente, que migraron a esa ciudad del Altiplano, sin dejar atrás a sus fieles animales. Al parecer, los perros enterrados se elegían de acuerdo con el vínculo que habían tenido con el difunto en vida, pues según Raúl Valadez Azúa, la selección no tenía que ver ni con la edad, raza o sexo del animal.
Crónicas de perritos en el México colonizado
En el siglo XVI los cronistas no omitieron hablar de los perros de estas tierras. Fray Bernardino de Sahagún escribió sobre ellos ampliamente. Afirma que existían varios tipos, de distintos colores, tamaños y pelaje. Los describe como mansos y domésticos que acompañan o siguen a su dueño. «Son regocijados; menean la cola en señal de paz; gruñen y ladran. Abaxan las orejas hacia el pescuezo en señal de amor». Además, los xoloitzcuintlis, los conocidos perros pelones, eran abrigados con mantas para dormir —para que tus padres no te digan que en otros tiempos los perros eran sólo perros—.
Motolinía en el mismo siglo XVI mencionó el cuidado que se le daba a los perros y otros animales domésticos en la zona de Veracruz para protegerlos de ser comidos por los “tigres y leones” (jaguares, ocelotes y tigrillos, de seguro). Se les dejaba dormir dentro de la casa. No siempre los perros de campo han sido de patio.
Todo parece indicar que en total había cuatro razas de perros en Mesoamérica, al menos ésas se han identificado arqueológicamente. Llama la atención de ellos que, a diferencia de los feroces mastines que viajaron con Cortés, no hay referencias de que los de aquí hayan sido bravos. Y aunque Sahagún menciona que una de las razas era buena para comer, no hay tantos indicios de dicha práctica culinaria. Esto podría reafirmar que la afición por los perros fue principalmente de tipo emocional.
Los descendientes
Claro, el mestizaje también ocurrió entre los cánidos. En la actualidad, muchos de los que vemos rondando por las carreteras tienen genes de los de antaño mezclados con los provenientes de Europa. Seguro con el cambio de las dinámicas sociales durante la etapa colonial algo se modificó en la forma de relacionarse las personas con otras especies, pero prevaleció la posibilidad de tener un vínculo de lealtad y cariño con los perros. Hasta Manuel Payno en el siglo XIX dedicó un capítulo de su novela Los bandidos de Río Frío a Comodina, una perrita callejera que se ganó una familia por su heroísmo al salvar a un bebé.
Pero entonces, ¿es una moda humanizar a los perrijos? Bueno, creemos poder decir que, o siempre lo hemos hecho por estas latitudes, o también hemos “perrizado” a los humanos. Si estás en México, sabrás que el término escuincle se utiliza para llamar a los niños, ya sea de forma bonita o peyorativa dependiendo el tono. Esa palabra proviene del mismo perro pelón y juguetón al que arropaban los antiguos (xoloitzcuintli). La próxima vez que te sientas ridículo llamando “bebé” a un can, piensa que a los cachorros humanos también les han llamado, con cariño, perros.
Así es que ya sabes, si tus tíos te critican por dormir con tu lomito, no debatas. Nunca podemos ganarles en las reuniones familiares. Pero ya tienes más de una razón histórica para seguir consintiéndolo sin remordimiento.