Nada más iniciar, una declaración de intenciones: Con ‘Komm gib mir deine Hand’ (la versión en alemán de ‘I Wanna Hold Your Hand’ grabada por The Beatles en 1964) de fondo mientras se combina el metraje original con material histórico que muestra la euforia que desataba la presencia de Hitler en eventos masivos, está claro que el tono de la película de Taika Waititi no será solemne ni mantendrá el efecto lacrimógeno de la mayoría de largometrajes que involucran a niños y nazis.
La mayor virtud de Jojo Rabbit reside en abordar la parafernalia del Tercer Reich desde un par de perspectivas insospechadas y originales: la alienación infantil y la resistencia alemana al Nacionalsocialismo.
El protagonista en cuestión no lleva uniforme de rayas ni acusa debilidad o flaqueza. No es judío y tampoco trata de escapar; sin embargo, es una víctima más del fascismo, a tal grado que tiene a Hitler como amigo imaginario.
La mente de Jojo es el fruto de las políticas eugenésicas, de la propaganda y el aparato ideológico sobre el que se levantó la maquinaria del Tercer Reich, del culto a la personalidad alrededor de Hitler y de todas las ideas que desde la permisividad de una sociedad fragmentada –pero no homogénea– consolidaron el proyecto político nazi. Muy especialmente, es el triunfo del programa de adiestramiento de las Juventudes Hitlerianas. Con todo, no deja de ser sólo un niño, cuya comprensión del mundo parte del contexto de su tiempo, lugar y posición social.
Tal vez el argumento más crítico de Jojo Rabbit radica en borrar con destreza la simple categoría que divide entre los “alemanes buenos” y los “alemanes malos” durante el Tercer Reich. La resistencia, en su mayoría desorganizada y particular que consistió en tomar pequeñas acciones (desde falsear documentos para permitir el escape de judíos y hasta distribuir folletos) es ejemplo de una sociedad profundamente polarizada, donde las libertades están restringidas y el único camino a seguir es el de la obediencia al Führer.
El humor que tira de situaciones absurdas funciona como un antídoto a la crudeza del tema en todo momento. Aún en los momentos más álgidos, el ambiente de complicidad casi onírico de los protagonistas resta nervio a las preocupaciones en pantalla. No obstante, no se trata de nada nuevo. Ridiculizar los delirios de Hitler estaba de moda aún antes de la caída del Tercer Reich y durante la Segunda Guerra Mundial. El Adenoid Hynkel de Chaplin en The Great Dictator (1940) ya ironizaba con la performática del Führer mucho antes de que tomara el papel de amigo imaginario.
La película de Taika Waititi ha sido interpretada por la crítica como una reflexión sobre la polarización en los Estados Unidos, pero puede analogarse a casi cualquier geografía. Después de todo, Jojo Rabbit toma el ejemplo político por antonomasia, un recurso poco original pero el más eficiente cuando se trata de ejemplificar de qué va el autoritarismo y los peligros de caer en masa dentro de una obtusa ideología. ¿Necesitamos más películas de nazis? Sólo si se arriesgan como lo hizo Jojo Rabbit.