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¿Y después de esta violencia? A propósito del crimen contra Norberto Ronquillo

Después de las terribles noticias que se han dado alrededor de Norberto Ronquillo, ¿qué es lo que nos queda por exigir y hacer en este violento escenario?

¿Somos víctimas impotentes y expectantes frente al secuestro en México? Tras la aparición sin vida de Norberto Ronquillo, estudiante de la Universidad del Pedregal, cuyo secuestro exprés devino en su más ruin asesinato, la pregunta por los valores de nuestra sociedad y nuestro funcionamiento político se hacen urgentes; la exigencia frente a las autoridades y la manera en cómo vivimos lo que vivimos en México –con sus vacunas, tratamientos y soluciones– se hace hábito. Apremia la seguridad con que vivimos a lo largo del país y dentro de las ciudades; desconsuelan el presente y el futuro que se dibujan con el poco respeto que tenemos por la vida humana; atormenta el significado que tiene para algunos aquella persona que realiza estudios profesionales; descompone hasta el tuétano el estado actual de la corrupción y el poder judicial mexicanos. ¿Qué hacer frente a todo esto si lo único que estamos cosechando a diario son cadáveres?

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El asesinato de Norberto Ronquillo, incluso desde su secuestro mismo, se ha planteado desde la narrativa del miedo y el poder mediático que éste tiene. El nivel del crimen es un hecho incapaz de negarse en la vida mexicana; sin embargo, los medios de comunicación potencian esa realidad y la multiplican en la opinión pública. Cosa que –atención– no está restando gravedad o relevancia a la tragedia de Ronquillo; al contrario, debe sumar a la crítica y enojo que acompañan a este tipo de sucesos. A las preguntas que nos hacemos y las demandas que arrojamos a la sociedad y al gobierno. Es decir, ¿qué están aportando estas noticias dada la manera en que se están compartiendo? ¿Qué opciones nos dejan como ciudadanos preocupados y amenazados?

Terrible que, como ahora, con la desaparición y homicidio de Ronquillo, las notas periodísticas se publiquen con muy pocas fuentes informativas –cuando las hay, provienen de la autoridad pública y su información es cuestionable– o sin intención alguna de abrir al debate y la reflexión de la ciudadanía. Que se ejecuten con el menor criterio informativo y bajo la premisa de que «la noticia se impone» y lo que importa es dar clicks ante «la necesidad del público por enterarse». Que la narración del suceso se centre en descripciones sobre la circunstancia del secuestro, intercalada frecuentemente por frases alarmistas y sin sustento, sólo para hacerse popular entre los shares. ¿Hacia dónde vamos con este contenido noticioso?

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Definitivamente a un terreno baldío. A un círculo vicioso entre el miedo y el amarillismo informativo que nos desarma a todos ante la posibilidad de saber lo que realmente está sucediendo y cómo debemos accionar contra ello. Sí, queda claro que contamos con cuerpos policíacos poco eficientes, con una corrupción y colusión de autoridades que parece proteger más a los criminales que a las víctimas, con un cuestionable discurso de mano dura basado en la persecución y el castigo del delito por parte de las autoridades, pero poco se invita a desmenuzar en los antecedentes, a reflexionar en las génesis del crimen y a reconocer dónde estamos parados –no sólo en términos de peligro físico–.

Perdemos de vista frente a ese maquinado imaginario de inseguridad en los titulares sin aportación, que aunado a la pronta y efectiva respuesta de la seguridad pública, debemos exigir solución a los factores y condiciones comunes que incuban a un delincuente. Mismos que atraviesan tarde o temprano los funestos niveles de corrupción e impunidad en México, con gran acento en las condiciones de desigualdad, marginación y pobreza entre sus habitantes. Esos escenarios que, no, no justifican ningún delito, pero que en su caracterización de contextos violentos (al interior de la familia o la comunidad cercana), así como determinadas condiciones sociales donde imperan la carencia de valores y la fragilidad educativa, dan buena cuenta de lo que se debe atender. Además del proceso judicial, claro.

Desigualdad, falta de oportunidades y una formación escolar prácticamente negada –porque el derecho a la educación no basta por sí solo–, son tres de los problemas que debemos empujar a su erradicación para un futuro bienestar social. Sabemos que las cárceles más que un escarnio, son el hotel para mayores violencias y casas-hogar para uno que otro inocente expiatorio; el cambio no está en esos espacios. La justicia debe efectuarse, por supuesto, pero no debemos confundirla con el inicio y el fin de un buen funcionamiento en sociedad.

Asimismo, con la noticia descarnada y sin fondo, nos sumimos en la política del miedo y del rencor, de la lástima que frena al acto. El mundo se vuelve inseguro y sin ninguna otra opción, aumenta la desconfianza en los demás –familia y amigos incluidos–, sentimos que no tenemos control sobre lo que nos pueda suceder, una gran sensación de desesperanza se espesa en el aire y perdemos interés por un México ya convertido en fuente constante de horror. Nos alienamos, aún en la demanda del bienestar.

La noticia de Ronquillo, como otras que nos acechan desde el periodo Salinas-Zedillo –con la aparición de personajes funestos como los Arizmendi, Caletri, Canchola, etcétera–, rompe con la red de relaciones sociales que teníamos hasta hace poco, hace que centremos nuestra vida en lo privado (el hogar exclusivamente) para ver lo público como algo de lo que debemos defendernos, nos hace sentir solos, nos desampara de un Estado incapaz de protegernos y nos debilita como sociedad. Nos percibimos alejados de toda solución y nos distanciamos en efecto unos de los otros; no nos percatamos que faltándonos Norberto, si nos descuidamos, nos faltamos todos.

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¿Que si somos víctimas impotentes y expectantes frente al secuestro en México? Víctimas sí. La ciudadanía entera paga las consecuencias de un Estado históricamente fallido, cuyas políticas del miedo tan bien heredadas del priísmo nos pretenden mantener perfecto en la quietud. Somos víctimas de un gobierno actual que no ha demostrado grandes avances en la transición. Pero impotentes y expectantes, jamás. Es en esas categorías donde no debemos pertenecer.

Es necesario que, como sociedad civil, como defensores de nuestra libertad y dignidad humanas, por Norberto y miles de jóvenes y niños más, participemos de manera activa, eficaz y reflexiva en la búsqueda de soluciones pacíficas. Que dejemos de lado las noticias y los titulares que sólo se comparten para sembrar el miedo, para viralizar nuestra perturbación y fractura social. Que exijamos una interrupción de la violencia no sólo con cárceles y condenas, sino propiciando la igualdad de oportunidades en la educación, economía y formación cultural de todos los mexicanos. Es decir, que reclamemos la presencia de un Estado efectivo así en las áreas de salud, escuela y trabajo, como en la de seguridad. Que como ciudadanos, nos esforcemos por desdibujar las diferencias y apropiemos en nuestro habitus los valores que eliminen toda descomposición organizativa.

Que al configurarnos como una sociedad más justa, el conflicto no parta del hábito por ver a un estudiante como figura envidiable y ajena, o de la delincuencia como fuente de ingresos estable, sino de la anomalía que esto debería ser. El Estado ha sido y será culpable no en exclusiva de un precario sistema de seguridad, no nada más del asesinato de Norberto, lo es de todo un país que puso las condiciones para que no existieran muchas más alternativas que el crimen. El delito es reprobable por donde se le vea, pero ¿qué vamos a hacer con las condiciones del delinquir? Un secuestrador no nace, México lo hace.

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