Para planear algo debajo de la ley es absurdo reunirse en las narices de quienes tienen el poder. El establishment ─que usualmente se concentra en el centro─ es incapaz de cuestionarse y más aún, de reconstruirse. Para ello están quienes, a diferencia de los viejos verdes y cuadrados que creen controlarlo todo, están dispuestos a meterse en la suciedad con tal de sacar con los dientes la joya que nadie se ha atrevido a ver: el arte.
Contrario a lo que pensaría cualquier despistado, el arte que llega a las salas de los museos difícilmente es propositivo. Tal vez en sus buenos tiempos El Coloso de Goya fue una protesta en contra de los horrores de la Guerra de Independencia Española. Pero ahora que la España es ─más o menos─ independiente es necesario preguntar si la pintura transmite algo más que belleza.
Pero, ojo, esto no quiere decir que un artista que nace y crece en el centro de una sociedad sea incapaz de hablar por los oprimidos. Aunque, siendo sinceros, cuando alguien de las altas esferas se cuelga el gafete de portavoz de las periferias, éste siempre habla sobre los problemas que percibe, mismos que a veces ni siquiera son los más graves.
La caída del héroe…
Los extraño es que, aún cuando surgen de la clase oprimida, cuando las buenas ideas pasan mucho tiempo entre la gente, terminan por volverse débiles y repetitivas. Pensemos, por ejemplo, en Bob Dylan que a pesar de sus décadas de resistencia, terminó por ser oficialmente parte del mainstream en 2016.
El Nobel de Literatura de la Academia Sueca fue el portazo definitivo a su ─muy larga─ vida de outsider. Aunque ya se veía venir desde su repentino salto de la guitarra acústica a la eléctrica, todavía había quienes confiaban en el temperamental Dylan para preservar viva ─e ingenuamente vigente─ la esencia contestataria del folk norteamericano. Hay quienes recuerdan con nostalgia y rabia a aquél niño niño de cabello alborotado y armónica, el mismo que le abrió paso al viejo millonario propietario de su propia destilería en Nashville. Pero como el mismo señor Zimmerman dijo en una entrevista para The Daily Telegraph «¿Quién no sueña con algo así?».
Por supuesto que el Bosco y Dylan no son casos aislados. Si continuamos sobre la línea de la música tenemos una lista que bien podría comenzar en cualquier punto de la historia y terminar exactamente en el mismo punto: la caída de un sueño prometedor. Basta con voltear a ver a nuestros padres y abuelos que, a pesar de ser quienes imponen las reglas a la familia, siguen escuchando a los desafiantes Stones o creen firmemente en las consignas acompañadas por la guitarra de Óscar Chávez o Silvio Rodríguez. Así podrían seguir los ejemplos puntuales y ni siquiera el punk, sinónimo inamovible de la contracultura, saldría limpio.
Las piedras giran, pero algún día tienen que parar…
En su libro En la ruta de la onda (Jus, 2014), Parménides García Saldaña trata este mismo tema utilizando como ejemplo a los Rolling Stones. Como cualquier joven en la década de los cincuenta, la banda liderada por Mick Jagger también estaba en contra de la Guerra de Vietnam; sin embargo, escribe Saldaña: «pronto fueron ricos prematuros que debían conservar la imagen de la disidencia ─y la trascendencia─ para seguir siendo parte del Establisment que los había enriquecido». Es decir, casi sin notarlo, su imagen de chicos malos se volvió una caricatura que la clase alta compró por ser un producto novedoso e incluso gracioso. Después, Parménides remata con un lapidario: «Hasta hoy no se sabe nada de un solo rico que haya preferido la cárcel a su gran mansión. Asimismo, no existe músico alguno preso por revolucionario y no por músico».
Visto desde un enfoque formalista, el arte y la contracultura impacta porque desautomatiza todo lo que conocemos. Nos parece novedoso y es por ello que más de uno enloquece frente a su presencia. Pero cuando esas expresiones otrora impactantes se repiten demasiado, la desautomatización termina y sólo queda seguir con la monótona y caricaturesca figura del rebelde.
El tiempo es cruel, pero justo…
Seguro habrá quienes lo nieguen y piensen que es una idea absurda, pero los nuevos productos de la periferia urbana son el reggaetón, el graffiti y los tatuajes. Y desde ya adelantamos que, al igual que el rock, la trova e incluso la poesía misma, estas «nuevas expresiones» también formarán parte de la gran masa amorfa que conocemos como mainstream. No porque sean malas o incomprendidas, sino porque, como todo en la vida, siguen un proceso natural que le da oportunidad a las nuevas generaciones de que dejen testimonio de su existencia.
Probablemente ahora no percibimos a los jóvenes de nuestras periferias como artistas. Pero, como en cada generación, la negación a lo nuevo está presente. Así, cuando su trabajo deje de ser impactante y se sienta como un producto elaborado en masa, buscará validez en el mainstream y en la nostalgia de sus entonces viejos seguidores. Es un ciclo que lleva milenios repitiéndose… y te va a pasar a ti.