Sólo cinco planetas del Sistema Solar son visibles a ojo desnudo. Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno motivaron la curiosidad humana en su etapa más infantil. Sus movimientos erráticos y diferenciados del resto de la bóveda estelar inspiraron las primeras relaciones causales, incipientes explicaciones que intentaban relacionar el tránsito de los astros encima de sus cabezas con los acontecimientos de la vida terrenal.
La observación sistemática de los planetas y otros astros dio paso a la idea de calendario y con él, a la imaginación que atribuía los fenómenos inexplicables a religiones y los dioses que las protagonizaron.
La noción de que sólo había cinco mundos además de la Tierra se mantuvo como verdad absoluta hasta bien entrada la modernidad. La evidencia sensorial basada únicamente en la observación vislumbraba un panorama finito ante una oscuridad imposible de revelar para el ojo humano.
No fue hasta finales del siglo XVIII que tras una serie de observaciones metodológicas, el astrónomo William Herschel corroboró la existencia de un séptimo mundo en 1781.
Pero este descubrimiento no hubiera sido posible sin la invención del telescopio que, como el resto de máquinas, se convirtió en una extensión de la corporeidad humana. El telescopio agudizó nuestros sentidos, dotó a nuestros ojos de aumentos y les ayudó a captar más luz.
Urano, el primer planeta descubierto a partir de un instrumento óptico, provocó una revolución que no sólo reanimó el interés en todos los objetos que pasaban inadvertidos en el cielo nocturno: sobre todas las cosas, amplió sustancialmente la comprensión humana de la orilla del vasto océano cósmico.
Dos décadas después de su descubrimiento, el mismo Herschel halló que existían distintas clases de luz invisible, rayos de distintas longitudes y temperaturas que escapan a la vista humana: el espectro electromagnético reveló un mundo oculto incluso a los instrumentos ópticos más avanzados de la época.
Entonces surgió la radioastronomía y la espectrofotometría, técnicas que a través de las ondas de radio y las distintas clases de luz que irradian los objetos astronómicos, permiten conocer algunas de sus características sin siquiera verlos. No obstante, la observación y el conocimiento del espacio profundo más allá del Sistema Solar requería de algo impensando al inicio del siglo XX: un telescopio en órbita capaz de captar imágenes libres de la distorsión atmosférica de la Tierra.
Hubble, el primer telescopio espacial
Después de la invención del telescopio y el descubrimiento del espectro electromagnético, el siguiente paso decisivo en la comprensión humana del Universo llegó el 24 de abril de 1990.
Un telescopio de 2.4 metros de diámetro, con 11 toneladas de peso y 13 metros de largo, producto de la cooperación entre la NASA y la Agencia Espacial Europea se puso en órbita con la intención de captar más detalles del Universo sin las distorsiones atmosféricas de la observación astronómica terrestre.
Armado con cinco instrumentos ópticos y a una altura de 540 kilómetros de altura, el telescopio espacial Hubble viaja a más de 27 mil 300 kilómetros por hora, completando una vuelta a nuestro planeta cada 95 minutos.
Agujeros negros y lo invisible del Universo
El Hubble contribuyó a confirmar la existencia de uno de los objetos astronómicos más misteriosos, los agujeros negros. Aunque en el papel, la idea de que existían «estrellas más masivas que el Sol con velocidades de escape mayores a la velocidad de la luz» fue introducida en 1784, no fue hasta que el Hubble detectó la radiación y los gases emitidos por agujeros negros (además de calcular su masa) que se confirmó que las estrellas oscuras súpermasivas son mucho más comunes de lo que se creía y habitan en el corazón de la mayoría de las galaxias.
Desde entonces, el telescopio espacial Hubble ha capturado las imágenes más nítidas que el ser humano de otra forma no habría sido capaz de observar. A través de la composición de imágenes formadas por las distintas ondas que forman el espectro electromagnético, hemos sido capaces de percibir a todo color y sin exponernos a los peligros que la luz ultravioleta de ciertas estrellas nos podrían causar (además de lo complicado que es desplazarse años luz de distancia a estos objetos).
Cada imagen capturada por el Hubble comienza con una gama de blancos y negros, así como una serie de siete fotografías. Cada una corresponde a una longitud de onda distinta: dos ultravioletas, verde, roja y tres infrarrojas. Para obtener las imágenes a todo color y detalle, los científicos combinan estos filtros fotográficos, en particular el rojo, verde y azul, es decir los espectros de luz visible que en la actualidad son utilizados para la mayoría de los inventos como la pantalla del dispositivo desde la que lees este artículo y hasta la televisión.
Una máquina del tiempo para conocer el origen del Universo
El Hubble también ha hecho de máquina del tiempo. La frase –tan poética como científicamente precisa– de que mirar el espacio es mirar al pasado adquirió mayor relevancia gracias a una de las imágenes más importantes captadas por el Hubble en sus 30 años de servicio, el Hubble Deep Field (HDF) o el Campo Profundo del Hubble en español.
Esta imagen fue obtenida después de apuntar a una de las regiones más oscuras y en apariencia vacías del espacio visible y tras una exposición total de diez días, el HDF se convirtió en la mirada más profunda que jamás se había visto del Universo hasta ese entonces (1995).
El resultado reveló más de 3 mil galaxias ahí donde los ojos humanos e incluso los instrumentos ópticos terrestres más poderosos solo veían oscuridad y nos ha ayudado a calcular con mayor precisión la edad del cosmos. El HDF captó la luz de galaxias a 13 mil millones de años luz de distancia, una imagen congelada de cómo era nuestro Universo en ese entonces, cuando apenas tenía unos 800 millones de años.
Años más tarde, el Hubble siguió apuntando cada vez con mayor precisión e instrumentos hacia las regiones más profundas del universo visible, regalando a la humanidad imágenes de campo profundo, ultra profundo y profundo extremo, las evidencias del pasado más remoto del cosmos.
El legado del Hubble
El legado del Hubble no sólo descansa en las millones de observaciones que ha realizado durante estos 30 años, además de los papers e investigaciones basados en su inmenso repositorio de datos. Sin formar parte de los objetivos primigenios de la misión, el Hubble también contribuye a una tarea sustantiva de la ciencia y habitualmente despreciada por las personas que se encargan de decidir cómo se comunica: la divulgación.
La vasta mayoría de imágenes que hoy vienen a la mente al pensar en objetos de espacio profundo como galaxias, cúmulos estelares o nebulosas fueron procesadas por el telescopio. Los pilares de la creación, el primer plano de Júpiter y la Gran Mancha Roja que forma una tormenta en su interior, los anillos de Saturno, la Galaxia del Sombrero o los cientos de imágenes de cúmulos globulares que aparecen como fondos de pantalla, playeras o cualquier clase de merchandising. Cada registro visual que acompaña a la cultura popular cuando se trata de describir las maravillas del espacio profundo provino de los instrumentos del Hubble.
El telescopio espacial también demostró los alcances de la cooperación científica. El Hubble pertenece a un contexto radicalmente opuesto al de los viajes tripulados y no tripulados durante la Guerra Fría, donde la carrera espacial significó una frenética competición entre dos sistemas económicos por la supremacía.
Sin los reflectores del programa Apollo, la popularidad de las Voyager o el presupuesto de cualquier viaje tripulado, el Hubble planteó objetivos claros y funciona como una estación internacional de producción científica.
James Webb Space Telescope: el futuro de los telescopios espaciales
El Telescopio Espacial James Webb (JWST) es el instrumento espacial que pretende ser el sucesor del Hubble al complementar las observaciones realizadas por su antecesor cuando sea puesto en órbita en el 2021.
El lanzamiento del James Webb ocurrirá en un momento en el que la colaboración entre naciones en el espacio es una realidad incuestionable. A través de los años de servicio del Hubble, la Estación Espacial Internacional (EEI) fue lanzada al espacio y actualmente es el centro para todo tipo de experimentación y trabajo colaborativo en el espacio exterior, lejos de fronteras o políticas que determinan la vida terrestre. Ahora, en este nuevo observatorio están involucradas la NASA, la Agencia Espacial Europea y la Agencia Espacial Canadiense.
A través de un espejo de 6.5 metros de diámetro y ubicado a una distancia de 1.5 millones de kilómetros de la Tierra (es decir, significativamente más lejos que el Hubble) el telescopio espacial James Webb equipado con cuatro nuevos instrumentos, tendrá la misión principal de ver aún más al pasado del Universo de lo que el Hubble ha logrado, remontándonos casi al principio de la existencia misma: la luz procedente de las primeras estrellas y galaxias posteriores al Big Bang.
En tres décadas de servicio, el primer telescopio espacial nos ha ayudado a comprender más de la formación, el nacimiento y el ocaso de estrellas y galaxias.
A entender cuáles son las reglas que regulan a los sistemas caóticos y el sinuoso camino que recorren aquellos mundos que acompañados de su propia estrella (o estrellas), forman sistema armónicos como el nuestro.
A comprender más del Sistema Solar, nuestro vecindario cósmico, así como las características de los planetas interiores y exteriores.
A desentrañar el ciclo vital de las galaxias y poner en una escala comprensible la edad del Universo.
Pero sobre todo, el Hubble ha impulsado un proceso de autodescubrimiento de una especie que apenas hace un tris en la escala cósmica adquirió conciencia de sí y desde entonces, mira al cielo nocturno con tanta fascinación y asombro como misterio.