La primera recomendación del año se la lleva una autora mexicana, Liliana Blum y su terrorífico monstruo pentápodo —un guiño manifiesto a la Lolita de Nabokov, con lo que se revela una importante pista de la tendencia en el relato—.
Últimamente tiendo hacia las colecciones. Manía que, cuando cerré el libro de Blum, lo clasificó en una lista mental, inaugurada en el maratón literario del aislamiento, junto con autoras como Fernanda Melchor (Temporada de Huracanes), Brenda Navarro (Casas vacías), María Fernanda Ampuero (Pelea de gallos) y Ariana Harwicz (Mátate amor). Todas mujeres, todas jóvenes, todas latinoamericanas y todas con novelas realistas. Publicadas en los últimos años y con personajes perturbados que nos mandan a latitudes emocionales y psíquicas cuya existencia quizá preferiríamos ignorar.
«Las mexicanas son oscuras» fue el comentario que acompañó a la recomendación de la novela. Y no pudo ser más acertado. El Monstruo pentápodo es, tal vez, una de las narraciones más intensas que he tenido el placer de leer. Es una verdadera historia de terror; no al estilo hollywoodense —cómodo de apariciones o zombies—, sino de un miedo real surgido del dicho «teme a los vivos…». Uno donde el “coco” es sustituido por un hombre de carne y hueso: un ingeniero carismático, honesto y caritativo. Un ciudadano modelo, cuya conducta irreprochable está diseñada, como buen sociópata, para encubrir a la “cigarra”. Aquel impulso que se mantiene profundo, enterrado, hasta que la ve a
ella.
«La cigarra estaba afuera. Totalmente despierta. Libre. Hambrienta. Sin intenciones de volver a enterrarse por un tiempo».
Ella es una niña de cinco años y él un pedófilo. No de aquel 95 %, que según Lars Von Trier (en Ninfomaniac) nace con una sexualidad equívoca pero nunca cumple sus fantasías, sino que pertenece a ese porcentaje restante. Ése que, de hecho, hace daño a los niños.
Desde ahí, el relato se vuelve cada vez más escabroso. Pues va de la preparación, el acecho y la cacería, al rapto y el desarrollo de “la relación” entre él y la pequeña. Los episodios, crudos y terribles, son narrados con lujo de detalle y, quizá lo más perturbador, desde la psique de él. De Raymundo. Eso significa que, cuando te enfrentas a las escenas de violación, no estás protegido por el velo que levanta la distancia de un observador. Quedas totalmente indefenso ante los pensamientos e incluso el placer que experimenta. Estás totalmente sumergido en su mente. En sus deseos, en su lógica. Difícil es ser testigo de lo que vive Cinthia. Pero más inquietante es navegar por el patológico amor hacia una niña. Por el deseo de posesión y la excitación sexual de este ser trastornado.
Transitar este libro es una experiencia siniestra, pero interesante. Salvaje. Incómoda y completamente terrorífica. La peor pesadilla de los padres y un recordatorio para todos de que la seguridad en la que nos movemos está separada de lo inhóspito, solamente por una ficción en la que, día a día, decidimos creer. ■