México es el mejor ejemplo de que no bastan las leyes para garantizar el acceso a la justicia. En apariencia, un país garante de igualdad, con leyes que establecen un debido proceso, abogados de oficio, una correcta investigación, la no revictimización, la protección de la víctima y la reparación del daño. Sin embargo, cuando se trata de violencia contra las mujeres, la justicia parece inalcanzable.
En la mayoría de los estados del país existen reglamentos, instituciones, organismos, protocolos, comisiones, programas, cursos y alertas de género que se han quedado en el papel, en conferencias y encuentros organizados por instancias gubernamentales, pues no han logrado erradicar –ni siquiera reducir– los feminicidios, violaciones, desapariciones y abusos contra las mujeres. Tan sólo de enero a julio de 2019 asesinaron a mil 199 mujeres. Sólo en enero se registraron 10 feminicidios al día, un promedio de 2.4 mujeres asesinadas por hora según Amnistía Internacional.
No obstante, estas cifras aún están lejos de representar la cruda realidad. En 13 de los 32 estados los asesinatos de mujeres no son investigados como feminicidios porque matar a una mujer por el simple hecho de ser mujer no es un delito reconocido por su código penal.
Al menos 6 de cada 10 mujeres han experimentado un incidente de violencia en algún momento de su vida y 41.3 % son víctimas de violencia sexual, según registros de ONU Mujeres.
La revolución de la diamantina
El sistema y las instituciones no sólo no protegen a las mujeres. En ocasiones, estos mecanismos son los mismos perpetradores de la violencia contra ellas. El pasado 6 de agosto la Ciudad de México amaneció con la noticia de una presunta violación a una joven de 17 años por parte de policías en la alcaldía de Azcapotzalco. Tres días después, fue detenido un policía bancario acusado de violar a una joven de 16 años.
La acumulación del enojo y la frustración de miles de mujeres se materializó en una protesta atípica que marcó un precedente para el movimiento feminista actual en nuestro país y con ello un nuevo símbolo de lucha: la diamantina rosa.
El viernes 16 de agosto las mujeres salieron a las calles, caminaron juntas, levantaron la voz, habitaron y se apropiaron del espacio público expresando un hartazgo generalizado y colectivizado. Con diamantina evidenciaron que las autoridades brillan por su ausencia. Con pintas en el Ángel de la Independencia recordaron que México es un país feminicida, con fuego mostraron que no tienen miedo y que de no parar los altos índices de violencia e impunidad, todo arderá.
Violencia de género, violencia legítima
Para una sociedad que no está acostumbrada a ver mujeres encapuchadas, rudas, que gritan, bloquean o pintan las calles, la manifestación fue un exceso. Los medios de comunicación carentes de perspectiva de género tergiversaron el motivo de la marcha y potenciaron un discurso centrado únicamente en la violencia y el modo adecuado en el que se debe exigir justicia.
Que un hombre gane 34 % más que una mujer, que la sociedad criminalice a una mujer por abortar, que juzgue a una joven por salir de noche, tomar alcohol y divertirse, que una mujer sea explotada con fines sexuales o que las mujeres sean desaparecidas, violadas o asesinadas es violencia.
Entonces ¿qué tan violento es quemar botes de basura, pintar paredes, lanzar diamantina y romper vidrios comparado con lo anterior? El análisis resulta un poco más complejo que la suma monetaria de los bienes públicos destruidos durante la manifestación equiparada a la pérdida irreparable de la vida y dignidad humana.
A diferencia de la violencia machista, la ejercida en la concentración sólo fue el medio para centrar la atención en el hartazgo frente al peligro que viven niñas, adolescentes y adultas, así como en la epidemia de feminicidios, cuya característica principal es la saña y brutalidad con que se le quita la vida a una mujer. La violencia en que tanto se ha centrado la opinión pública es un efecto de largos años de opresión en los que el Estado ha sido cómplice por acción y omisión, pues no basta con detener a los responsables -que pocas veces sucede- sino también la reparación del daño y la dignificación de ellas.
La lucha por la vida en un país feminicida
La coyuntura que viven las feministas de la oleada actual es distinta a la de aquellas que les han dejado un legado fundamental, quienes lucharon por el reconocimiento legal de las mujeres, el acceso al voto o la diversidad sexual en las décadas anteriores.
En cierto modo, la revolución de la diamantina tiene ventaja sobre las otras oleadas de feminismo en que la violencia machista se ha evidenciado en muchos más ámbitos de la sociedad. Pese a que existen localidades y contextos en los que esto no ha sucedido, la no normalización de la violencia contra la mujer va ganando terreno.
Pero frente a esta también una gran desventaja: la podredumbre y descomposición del tejido social, un gobierno que se asume de izquierda pero no reconoce como una prioridad la desigualdad y opresión de quienes conforman el 51 % de la población.
En pleno 2019, el feminismo en México no sólo busca reivindicar todos estos derechos y exigir soberanía sobre sus cuerpos y decisiones. Sobre todo, su lucha se centra en un reclamo aún más urgente: enfrentar el grado más brutal de desprecio hacia las mujeres que existe, la violencia sexual y el feminicidio. Su lucha es por vivir libres y seguras, habitar las calles del país sin miedo.
Las distintas formas de lucha
La lucha y resistencia de las mujeres no se reduce a una manifestación. Hay abogadas, psicólogas, artistas, escritoras, maestras, poetas y economistas que han buscado sensibilizar a la sociedad, participado en la creación de protocolos o acompañado y defendido a mujeres en busca de justicia.
Iguales en las diferencias
La romantización del feminismo radica en pensar que todas deben rechazar o descalificar a los hombres o que por el simple hecho de ser mujeres deben estar de acuerdo las unas con las otras. En palabras de la antropóloga Rita Segato, “el feminismo no puede y no debe construir a los hombres como sus enemigos naturales. El enemigo es el orden patriarcal, que a veces está encarnado por mujeres”. La realización de un movimiento feminista entonces podría radicar en reconocernos como iguales, en las diferencias. Ni todas la feministas piensan igual ni todas se llevan bien, porque a cada una le atraviesa un contexto específico, pero en esas diferencias pueden dialogar, reconocerse y organizarse.
¡No fue una, fuimos todas!
El movimiento de las últimas semanas ha mostrado que las mujeres feministas, radicales, lesbofeministas o pacifistas están unidas. El simbolismo detrás de consignas como ¡ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven! o ¡no fue una, fuimos todas! a propósito de las acciones cometidas durante la manifestación es que evidencian que la fuerza provendrá de la organización y que la liberación y justicia no se pueden alcanzar en la individualidad.
La respuesta gubernamental frente a los gritos desesperados de las mujeres fue escueta. Primero intentaron criminalizar, discurso del que se retractaron. Después llamaron a una reducida agenda de feministas para, como es su práctica, calmar en la inmediatez el enojo acumulado.
En las reuniones del gobierno mexicano con defensoras de los derechos de las mujeres, quedó en evidencia que no hay nuevas medidas para reducir la violencia machista, y que el equipo de Claudia Sheinbaum recicla programas ya implementados que no han arrojado resultados favorables. Por ejemplo, las abogadas mujeres, los centros de atención para mujeres que sufren de violencia y la Fiscalía Especializada en Feminicidio, instancias que ya existían y que sólo fueron renombradas.
Frente a esto –que muchas mujeres feministas han catalogado como un intento de desarticulación del movimiento– han nacido otras formas de autodefensa como nuevas colectivas, asambleas, posicionamientos conjuntos, movilizaciones en múltiples estados de la República: no podemos olvidar que la violencia contra la mujeres es un problema nacional y las fronteras geográficas no garantizan en lo absoluto su integridad.
Pero tampoco pueden quedarse únicamente en el lugar y figura de víctimas, las mujeres en colectivo y acompañamiento tienen la capacidad política para modificar la estructura y violencia sistémica que las oprime, el secreto está en la alianza y hoy, en la diamantina.