Si enfocamos la mirada hacia la obra de las mujeres artistas, la forma en que hemos aprendido Historia del Arte se transformaría radicalmente. Sobre el Impresionismo, por ejemplo, se ha escrito que la naturaleza del movimiento es esencialmente el ejercicio de la pintura al aire libre, cuyo principal motivo eran los estudios de la luz en los paisajes naturales; sin embargo, en la obra de mujeres como Mary Cassatt y Berthe Morisot la pintura nace en un ámbito doméstico, con retratos de la vida familiar de la clase media y de la alta burguesía, representadas en casa o en su jardín en distintos momentos del día. El impresionismo añadiría entonces a su definición una narrativa de la vida cotidiana, cuya experimentación del color se refleja en atmósferas de intimidad.
Lo mismo sucede con los relatos del Muralismo mexicano que suele ser analizado desde los parámetros masculinos y merece una revisión histórica desde una perspectiva de género que parte de la convicción feminista de que lo personal es político.
Pintar un mural significó para las mujeres alzar la voz y hacerse visibles. Ya no se trataba de que los hombres las retratasen, sino de que encontraran su papel en la sociedad, con la capacidad de manifestar sus inquietudes. Mientras en la guerra revolucionaria, la imagen de la mujer «fuerte» se mostraría como una soldadera, en la época posrevolucionaria su papel fue poco reconocido pero tan contundente como el primer paso hacia una perspectiva de género en el arte.
En aquél momento histórico en que se gestaban nuevas historias, las mujeres salían de los espacios privados e interiores, por eso llama la atención el hecho de que los principales edificios de la Ciudad de México que presumen tener las mayores colecciones de murales -como el Museo del Palacio de Bellas Artes y el Antiguo Colegio de San Ildefonso- ni siquiera reparan en que no existe en su interior ninguno realizado por una artista.
Los muros fueron esos espacios que las mujeres reclamaron en un gesto de emancipación femenina, manifestando una opinión y una postura crítica ante la vida pública y no sólo respecto a la intimidad del hogar como se había relegado su voz hasta ese momento.
En un mundo dominado por hombres el camino no fue fácil para personajes como Aurora Reyes, la primera pintora mexicana en ser reconocida como muralista.
Aurora pintó siete murales en la Ciudad de México en distintas épocas, entre ellos Atentado a las maestras rurales (1936), que se ubica en el Centro Escolar Revolución, en la estación del metro Balderas. Otros están en el Auditorio 15 de mayo del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, también en esta capital.
Su lucha por los derechos de la mujer no se redujo a los muros. En 1937 fundó el Instituto Revolucionario Femenino, junto con Concha Michel, Sara y Virginia Godínez, que abogaba por el derecho al voto y la participación femenina en puestos políticos. Para Aurora, la educación era el camino para sacar al país de su atraso y liberarlo de la injusticia. A pesar de provenir de una familia porfirista se vinculó con las luchas del pueblo e ingresó al partido comunista para luchar desde su trinchera: la poesía y la pintura.
Tal espíritu activista y político se expresa en el mensaje de su obra que ella misma revela en una de sus cartas:
“Te llamo niña mía, porque quiero que sepas que todas las mujeres hemos soñado en dignificar la vida, precisamente ahora, hemos de conquistar un sitio de justicia y respeto ante el futuro, para que haya equilibrio y haya fraternidad en nuestros hijos, para que no haya guerras por ambiciones torpes y para destruir definitivamente esta cadena de esclavitud que forman la ignorancia, el odio y la miseria”.
Además en sus obras incluía retratos de mujeres de la mitología prehispánica y de la historia nacional -como la imagen de Coyolxahuqui, sor Juana Inés de la Cruz, la Corregidora Josefa Ortiz y Leona Vicario- para recuperar la memoria de su género e impulsar con esos ejemplos inspiradores la participación de la mujer en el devenir social.
Otra mujer que se apoyó en el muralismo para amplificar su voz fue Fanny Rabel, cuya obra mural más famosa, Ronda en el tiempo, se ubica en el Museo de Antropología e Historia y muestra a la infancia a lo largo del tiempo.
Rabel pintó murales para el Hospital Infantil de México, el Registro Público de la Propiedad y el Comercio y el Centro Deportivo Israelita con temas como la infancia, las luchas sociales, la desigualdad hacia las mujeres, la “liberación de la mujer”, la fraternidad, y las condiciones de vida de las lavanderas en la obra colectiva realizada para la Casa de la Madre Soltera “Josefa Ortiz De Domínguez».
A pesar de su trayectoria, ella también se enfrentó a los prejuicios acerca de las capacidades físicas que impedían a la mujer dedicarse a la pintura mural, que aseguraban, el sexo femenino carece de la fuerza que se necesita para pintar una pared. Esto se manifiesta en una anécdota que ella misma relata en el texto Recuerdos en incidentes de un mural mientras realizaba la pieza Sobrevivencia de un pueblo por su espíritu, cuando un hombre se acercó a preguntarle de quién era el mural. Fanny respondió que estaba frente a la autora, el hombre preguntó «¿suyo, suyo todo?» como si dudara de la capacidad de Rabel mientras la veía subida en los andamios y continuó: “sí, ya veo que usted también está pintando, pero ¿quién, quién es… el hombre?”.
Tales diferencias alcanzaron un nuevo límite en el caso de la pintora María Izquierdo, cuyas obras murales La Música y La Tragedia –que ahora se encuentran en el auditorio Dr. Báez en la Facultad de Derecho en Ciudad Universitaria en la Ciudad de México- estuvieron guardadas por casi 20 años en una iglesia en Jalisco, donde sufrieron daños irreversibles.
Es ella la mayor prueba del poder patriarcal ejercido en contra de la carrera de las mujeres muralistas, pues en 1945 fue contratada para pintar un mural de más de 200 metros en la sede del Gobierno del Distrito Federal, pero -según denunció públicamente- a pocos días de iniciarlo se le suspendió el contrato y se le asignó a Siqueiros. Esta decisión se tomó luego de que el pintor junto con Rivera y Orozco «los tres grandes del arte mexicano», afirmaran que la artista no poseía la capacidad para hacer un mural. De acuerdo con una investigación de su obra, “el conjunto de los dibujos que quedaron como parte del proyecto demuestran que María Izquierdo no iba a contar la historia oficial de los héroes y el progreso de la ciudad; su interés era expresar la fortaleza del espíritu y las aspiraciones de las mujeres de su época».
La discriminación frente a la obra de las mujeres, un ámbito históricamente prohibido para el género femenino, fue denunciado públicamente en el polémico artículo María Izquierdo vs los Tres Grandes publicado por la pintora en El Nacional en 1947.
Izquierdo pudo ser la primera mujer en llevar su pincel hasta las paredes de un edificio de gobierno de tal importancia, pero cuando el Jefe del Departamento del Distrito Federal le notificó la cancelación, en “compensación” le ofreció los muros de cualquier escuela o mercado, espacios con menor carga política. En su artículo, María denunció al monopolio en manos de Rivera, Siqueiros y Orozco, mismo que se volvió oficial en 1947, cuando se creó la Comisión de la Pintura Mural y ellos asumieron el papel de jueces, como si el muralismo les perteneciese por derecho natural o de género.
Los bocetos del mural que rechazaron muestran una sociedad marcada por sus avances tecnológicos y en la cual la mujer desempeña un papel principal. La presencia de la figura femenina toma el control de la planificación urbana del país, una mujer campesina que desgrana mazorcas de maíz y una más que lo procesa a través de una gran maquinaria. Otro factor que pudo haber provocado la censura es su sentido crítico, ya que en el Antiguo Ayuntamiento, en 1692 hubo un motín contra las autoridades a raíz de la carestía de maíz.
Si bien las artistas del muralismo mexicano no se declaraban a sí mismas como feministas, en su obra existe una reivindicación del papel protagónico que se les había negado.
Entre líneas y trazos, la maestra rural de Aurora Reyes encarnaba la violencia contra la mujer que reclamaba su puesto en un sistema que no nos reconocía, mientras las obras de Rabel e Izquierdo evidenciaban una distancia frente a los estereotipos en los que se les encasillaba.
“Ante la innegable asociación de la masculinidad con el arte mural, resulta evidente que las pocas pintoras con una escasa pero significativa producción, cometieron un acto de transgresión social y de empoderamiento que merece ser recuperado y estudiado”. Dina Comisarenco Mirkin, historiadora del arte e investigadora.
Ante este silencio al que se ha condenado la historia de las mujeres artistas, existen respuestas como la labor de Dina Comisarenco Mirkin, cuya labor de rescate arqueológico de la obra mural realizada por mujeres en el siglo XX en México hoy puede leerse en el libro Eclipse de siete lunas: mujeres muralistas en México, publicado por la Editorial Artes de México.
Desvanecer la laguna de ausencia femenina en la historia de movimientos como el muralismo es una responsabilidad de quienes hoy seguimos sus pasos, pues como Comisarenco señala, existe una deuda pendiente con las mujeres muralistas mexicanas, una labor de justicia historiográfica que nos exige contar sus historias.
Imagen de portada: Fanny Rabel, Ronda en el tiempo, 1964. Acrílico sobre bastidor de madera y lino, 2.6 x 19.4 m. Museo Nacional de Antropología.